sábado, 6 de octubre de 2007

Síndrome de Munchausen


É un honor para Escritos Urxentes, poder publicar o breve relato Síndrome de Munchausen, que xenerosamente, dende o laboratorio, nos fai chegar Rubensiohns, o científico louco, na procura constante da FORMULA. Sen mais dilación, escrito urxente en letras douradas:


SÍNDROME MUNCHAUSEN



Era de noche, y la sangre le resbalaba a borbotones por la cabeza.
Yacía tirada en el cemento húmedo de la acera con sus enormes ojos castaños fijos en ninguna parte. Su cerebro no era capaz de emitir ningún impulso a su malogrado cuerpo y su expresión corporal era ridícula; su rodilla izquierda se doblaba sobre sí misma formando un ángulo imposible, las falanges de sus manos aparecían sobre la piel mostrando toda la fragilidad del esqueleto humano, sus pies se enfrentaban el uno al otro en un giro inverosímil.
Estaba realmente rota.
Dos metros alrededor de la piscina de sangre que comenzaba a ahogarla, los primeros curiosos murmullaban ordinarieces.
Qué mala suerte la del médico argentino que la había auxiliado en primera instancia; pasaba por allí, y se encontró con aquello, y ahora no podía hacer más que agarrarla con suavidad por las muñecas, para no arrancarle las manos, y esperar. Era un tipo de unos cuarenta y pico años, pelo blanco y frondoso y ojos claros. Era asombroso, pero con eso y el acento que se esforzaba por no perder era suficiente para acostarse de vez en cuando con alguna enfermera de prácticas. Justo aquella noche había quedado para cenar con una de ellas en un restaurante a dos manzanas de allí, pero el destino quiso que aquel semi-cadáver lo retuviese hasta quién sabe cuándo. Deseaba con todas sus fuerzas no retrasarse en su primera cita con la rubia de la planta de traumatología porque la chica merecía la pena, sólo quería desentenderse de aquel embolado y continuar con lo suyo. Si hubiera observado con atención, habría visto como el pulgar destrozado de la chica de los enormes ojos castaños fijos en ninguna parte describía minúsculos círculos rojos sobre el pavimento.
Algunas personas habían levantado ya la mirada hacia el edificio residencial, buscando el balcón o la ventana fatídicos, pero nadie podía ver a aquellos dos chiquillos de 3 y 10 años que, aterrados, gimoteaban y se orinaban bajo la cama del dormitorio principal de la sexta planta.
Sobre el ruido de la ciudad se elevó el de la sirena de la ambulancia. La calle se inundó de reflejos naranjas, y el médico resopló aliviado. Con grandes trazos, expuso su actuación y una breve anamnesis de la paciente desde el momento en el que había llegado, haría unos veinte minutos, hasta ahora. Los médicos ambulantes tomaban notas en su cuadernillo y asentían con la cabeza a modo de afirmación. Luego se levantó, palmeó la espalda de los colegas de la unidad móvil de hospitalización, y se fue caminando. Nadie le escuchó silbar cuándo dio la vuelta a la esquina y comenzó a apretar el paso; la chica de traumatología llevaba ya quince minutos de espera, demasiado para la primera cita.
Un coche de policía hizo su entrada en la escena. Llevaba las luces y las sirenas apagadas; su urgencia no era tanta como la de los doctores. Interrogaron brevemente a los curiosos, mas ninguno pudo decir gran cosa a no ser lo allí obviado: una mujer, sangre, una probable caída o empujón, un susto enorme, nadie la conocía, todos querían ayudar... Llamaron a la puerta de la residencia y comenzaron a indagar en las viviendas. Tardarían todavía cuarenta minutos hasta llegar a la sexta planta, en la que los niños, presas del terror, no se habían movido aún de su escondite.
Aún era de noche cuándo la ambulancia y el coche de policía abandonaban el lugar; los unos con una chica de enormes ojos castaños tapada completamente por una sabana blanca, y los otros con dos niños que todavía no comprendían qué extraordinaria fuerza de la naturaleza había trastornado de aquel modo sus vidas aquella noche.

Cerca de allí, aproximadamente a dos manzanas, la enfermera en prácticas que aquella noche había cumplido su sueño de cenar con el más guapo de los doctores del hospital, notó como algo vibraba en el interior de su bolso. Sonrió con la más dulce y pícara de sus sonrisas al médico y se disculpó mientras cogía el teléfono móvil.
Algo malo, pensó el individuo argentino que hasta hacía cinco segundos estaba seguro de que se acabaría acostando con ella, con la de traumatología, o la rubia de traumatología, a fin de cuentas que más daba su nombre, pensaba el doctor, Marisa, Maribel, Mari Carmen... Algo malo está pasando, se dijo al ver como la cara angelical y sonriente de la rubia se convertía en una mueca de terror y tristeza a medida que su confidente al otro lado del móvil soltaba palabras que iban cayendo en sus oídos como losas. Lloraba cuándo, con manos temblorosas, guardó el móvil en el bolso e hizo ademán de levantarse. “¿Y qué pasó tan malo como para que me dejés aquí solo?”, se esforzó el médico por hablar argentino. “Mi hermana se ha tirado por la ventana. He de irme...”

“Mierda”, pensó el médico. Esperó a que la rubia saliese del local y miró el reloj. Faltaban quince minutos para que la pelirroja de urgencias acabase su turno. Con ánimo renovado, metió la mano en el bolsillo de la camisa y se dispuso a llamar por el móvil...

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